martes, 16 de diciembre de 2014

L'envol

L’envol

Siento tus manos por un momento, un instante que dura lo suficiente como para apreciar lo suave de tu piel, pero demasiado poco como para notar que tu suavidad es tu condena y mi falta de reacción, tu verdugo. El reflector me deslumbra y el trapecio me aleja más y más de vos.

Puedo hacer un repaso de mi vida y ahí estás, presente en cada escena. No recuerdo a mamá ni a papá más de lo que recuerdo mis cenas de la semana pasada. Solamente sé que nos trajeron a este mundo gris, primero a vos y un año más tarde a mí. Aunque sólo seas un año mayor, siempre te sentí infinitamente más madura y sabia, incluso cuando éramos unos simples niños intentando entender por qué vivíamos viajando. Del accidente que nos arrebató a nuestros padres no guardo ningún tipo de memoria, pero sí puedo describir hasta el menor detalle las siguientes noches, y cómo intentabas consolarme buscando, en realidad, calmarte a vos misma. Pero tenías que ser fuerte, te decías cuando creías que yo dormía, tenías que cuidarme porque yo era cuanto valía la pena en esta vida.

Tu mirada busca la mía, y tus labios murmuran con desesperación. El público se pone de pie ante lo que creen que es el espectáculo más arriesgado que presentaría la función. No tienen idea de que todo es tan real como ellos mismos.

Vos sola me entendiste siempre, y quiero creer que yo hacía lo propio con vos. Fuiste vos quien me hizo comprender que nuestras vidas no tenían una explicación ni una razón de ser. Todavía no me decido sobre si lo entendí muy tarde o muy temprano; la pubertad todavía no nos había alcanzado a ninguno de los dos, pero no veíamos las cosas como los demás. Y si bien puede resultar chocante que dos hermanos cuyas edades sumadas no alcanzaban el mínimo legal supieran que les había tocado nacer en un circo errante por simple casualidad; que por caprichos del destino nunca serían herederos de un imperio comercial, industriales de renombre, ni tan siquiera malos estudiantes, nosotros simplemente lo aceptábamos. Y era gracias a vos, que siempre admitías la realidad como tal, pero esforzándote en verle el lado bueno. Qué chicos se pasan el día jugando para vivir, me preguntabas para alegrarme. Sabías que nunca podría responder.

Tu cuerpo surca el aire con gracia plumífera, sin embargo tus facciones se retuercen en muecas imposibles. Los colores de tu traje se confunden y se mezclan a medida que ganás velocidad y perdés altura. El público sigue creyendo que tenemos todo bajo control, y algunos intentan aprovechar sus ubicaciones para admirar tus curvas.

Descubrí que habíamos dejado de ser niños el día que me dijiste que ya no podríamos seguir bañándonos juntos. Siempre habías sido vos la encargada de mantenerme prolijo, tal vez por una suerte de instinto maternal, o quizás un exceso de responsabilidad. Entre sorprendido y enojado, exigí respuestas que no quisiste darme. Te comportabas extraño, como si te avergonzaras de algo, por lo que decidí espiarte mientras realizabas tu aseo. Cuánta inocencia, no se me había cruzado por la cabeza la idea de que eso pudiese estar mal; no se tienen nociones de privacidad cuando pasaste tu vida completa al lado de alguien más. Cuando comprendí que aquello era sangre, corrí asustado hasta tu lado, sin preocuparme lo que podrías llegar a decirme. Te ofrecí buscar ayuda, pero vos sólo intentabas hacerme cerrar la boca. Me diste una explicación que no llegué a entender, pero me alivió saber que no te estabas muriendo. La sola idea de poder perderte había desmoronado mi mundo por menos de un minuto.

Y, sin embargo, te estoy perdiendo. No hay redes. No hay colchones. No hay nada. El público asimila la idea de que están presenciando una tragedia, y sus expresiones se transforman. Antes de que toques el piso, mis piernas ya soltaron el trapecio. Cierro los ojos para no verte impactar, aunque los gritos horrorizados de los espectadores me describen la imagen exacta que se forma por debajo de mí. Sé que ya no puedo salvarte, mi arrojo sólo busca abrazarte una última vez.

-¿Y a mí? ¿Hasta dónde me querés? –me preguntaste una noche mientras mirábamos las estrellas, justo después de conversar un buen rato sobre nuestros compañeros circenses.
-Hasta el cielo. –contesté sin dudar.

Reíste.
-¿Desde tan alto caerías?