L’envol
Siento tus manos por un momento, un
instante que dura lo suficiente como para apreciar lo suave de tu piel, pero
demasiado poco como para notar que tu suavidad es tu condena y mi falta de
reacción, tu verdugo. El reflector me deslumbra y el trapecio me aleja más y
más de vos.
Puedo hacer un repaso
de mi vida y ahí estás, presente en cada escena. No recuerdo a mamá ni a papá
más de lo que recuerdo mis cenas de la semana pasada. Solamente sé que nos
trajeron a este mundo gris, primero a vos y un año más tarde a mí. Aunque sólo seas
un año mayor, siempre te sentí infinitamente más madura y sabia, incluso cuando
éramos unos simples niños intentando entender por qué vivíamos viajando. Del
accidente que nos arrebató a nuestros padres no guardo ningún tipo de memoria,
pero sí puedo describir hasta el menor detalle las siguientes noches, y cómo
intentabas consolarme buscando, en realidad, calmarte a vos misma. Pero tenías
que ser fuerte, te decías cuando creías que yo dormía, tenías que cuidarme
porque yo era cuanto valía la pena en esta vida.
Tu mirada busca la mía, y tus
labios murmuran con desesperación. El público se pone de pie ante lo que creen
que es el espectáculo más arriesgado que presentaría la función. No tienen idea
de que todo es tan real como ellos mismos.
Vos sola me entendiste
siempre, y quiero creer que yo hacía lo propio con vos. Fuiste vos quien me
hizo comprender que nuestras vidas no tenían una explicación ni una razón de
ser. Todavía no me decido sobre si lo entendí muy tarde o muy temprano; la
pubertad todavía no nos había alcanzado a ninguno de los dos, pero no veíamos
las cosas como los demás. Y si bien puede resultar chocante que dos hermanos
cuyas edades sumadas no alcanzaban el mínimo legal supieran que les había
tocado nacer en un circo errante por simple casualidad; que por caprichos del
destino nunca serían herederos de un imperio comercial, industriales de
renombre, ni tan siquiera malos estudiantes, nosotros simplemente lo
aceptábamos. Y era gracias a vos, que siempre admitías la realidad como tal,
pero esforzándote en verle el lado bueno. Qué chicos se pasan el día jugando
para vivir, me preguntabas para alegrarme. Sabías que nunca podría responder.
Tu cuerpo surca el aire con gracia
plumífera, sin embargo tus facciones se retuercen en muecas imposibles. Los
colores de tu traje se confunden y se mezclan a medida que ganás velocidad y
perdés altura. El público sigue creyendo que tenemos todo bajo control, y
algunos intentan aprovechar sus ubicaciones para admirar tus curvas.
Descubrí que habíamos
dejado de ser niños el día que me dijiste que ya no podríamos seguir bañándonos
juntos. Siempre habías sido vos la encargada de mantenerme prolijo, tal vez por
una suerte de instinto maternal, o quizás un exceso de responsabilidad. Entre
sorprendido y enojado, exigí respuestas que no quisiste darme. Te comportabas
extraño, como si te avergonzaras de algo, por lo que decidí espiarte mientras
realizabas tu aseo. Cuánta inocencia, no se me había cruzado por la cabeza la
idea de que eso pudiese estar mal; no se tienen nociones de privacidad cuando
pasaste tu vida completa al lado de alguien más. Cuando comprendí que aquello
era sangre, corrí asustado hasta tu lado, sin preocuparme lo que podrías llegar
a decirme. Te ofrecí buscar ayuda, pero vos sólo intentabas hacerme cerrar la
boca. Me diste una explicación que no llegué a entender, pero me alivió saber
que no te estabas muriendo. La sola idea de poder perderte había desmoronado mi
mundo por menos de un minuto.
Y, sin embargo, te estoy perdiendo.
No hay redes. No hay colchones. No hay nada. El público asimila la idea de que
están presenciando una tragedia, y sus expresiones se transforman. Antes de que
toques el piso, mis piernas ya soltaron el trapecio. Cierro los ojos para no
verte impactar, aunque los gritos horrorizados de los espectadores me describen
la imagen exacta que se forma por debajo de mí. Sé que ya no puedo salvarte, mi
arrojo sólo busca abrazarte una última vez.
-¿Y a mí? ¿Hasta dónde
me querés? –me preguntaste una noche mientras mirábamos las estrellas, justo
después de conversar un buen rato sobre nuestros compañeros circenses.
-Hasta el cielo. –contesté sin dudar.
-Hasta el cielo. –contesté sin dudar.
Reíste.
-¿Desde tan alto caerías?
-¿Desde tan alto caerías?