martes, 3 de junio de 2014

La Chica que No Bailaba

-Cuando tuve la idea para escribir esta historia, la desarrollé lo suficiente como para que se parezca bastante al resultado que ahora ven. El problema llegó cuando, después de armado todo (en mi mente, sin haber escrito nada), me di cuenta de que era una cruza de Bajo la Misma Estrella (de John Green) con La Noche de los Feos (de Mario Benedetti). Reconociendo las fuertes similutedes, no tengo intenciones de desentenderme de los conceptos originales; por el contrario, los tomo como grandes inspiraciones al momento de idear esto. Sólo que fue a un nivel bastante inconsciente. Pero las ganas de escribir ya las tenía, así que acá lo tienen. Una historia cliché.-

La Chica que No Bailaba

Yo acababa de entrar a una discoteca, y permítanme decir que estoy orgulloso de no ir seguido a ese tipo de lugares. En mis veintidós años de existencia, siempre me costó hacer amigos, y esta vez había cedido ante la presión de un grupo nuevo para salir con ellos. Mientras bailaban e intentaban acercarse a algunas chicas, yo miraba a las mesas con sillones que había contra las paredes del local. Entonces la vi. Ella era la única chica a la cual no parecía importarle la danza o la interacción social, la que no se había vestido para matar; estaba sentada sola en un sillón, y lo único que ocupaba su mesa eran un vaso y una cartera. Las demás mesas estaban superpobladas de gente conversando en distintos grados de ebriedad, o de parejas que, al parecer, pasaban de pagar un albergue transitorio, por lo que decidí acercarme a la que era la primera persona que me llamaba la atención en lo que iba de la noche.
-Eh, disculpame, ¿te molesta si me siento?
-¿Tengo otra opción? –dudé un momento sobre si era un chiste o si realmente, pero entonces rió, y siguió diciendo- Dale, dale, sentate que es mucha mesa para mí sola.
Y me senté. En un principio los dos mirábamos la pista de baile con los ojos perdidos, y tras varios intentos fallidos, hicimos contacto visual directo. Sus ojos negros iban a tono con las cortas ondas de cabello castaño que se desordenaban más momento a momento. Sus labios estaban entreabiertos, como si buscara sin éxito algo que decir. Entonces intenté comenzar un diálogo, y pocas veces me sentí tan estúpido después de haber hablado.
-Qué lugar… copado, ¿no?
-No me engañás, ¿sabés? –dijo tras haber estallado en risas- Te vi estar parado ahí mínimo diez minutos antes de acercarte; a vos no te parece un lugar divertido…
-Pero, pará… ¿me estuviste mirando por diez minutos? –mi mente intentaba descifrar el comentario, que parecía ser totalmente al azar pero que por algún motivo me sonaba a insinuación.
-¡No! Es… Es una forma de decir. –dijo apurada- O sea, a ver… Sí, te había notado, digo, sos la única persona del lugar que no está bailando. Bueno, aparte de mí misma, claro. Pero no es que no te saqué los ojos de encima hasta que llegaste.
-En las mesas de acá al lado tampoco están bailando.
-Ellos la están pasando todavía mejor que los que bailan.
Los dos reímos por un momento. Nos presentamos, y empezamos a charlar. Sobre trivialidades al principio: sobre cómo se mueve aquella o este otro, sobre que la música del lugar era horrible, sobre qué hacía cada uno en un lugar que claramente no era de su agrado (ella había ido, según entendí, porque era el cumpleaños de una amiga de su mejor amiga; y ésta le había pedido que la acompañe porque no conocía a las otras invitadas), y sobre muchos otras tópicos entremedio. La mayor parte de las veces teníamos que pedirle al otro que nos repita las cosas; era incómodo al principio pero terminamos por acostumbrarnos.
Los temas y acotaciones se sucedían a una velocidad que no paraba de crecer, y ya no hablábamos de cosas irrelevantes, sino acerca de rasgos relativamente importantes de nuestras personalidades. Le comenté que desde pequeño era tímido con las mujeres, y que me parecía estúpido sentirme tan inhibido por el solo hecho de que tuviéramos genitales distintos; ella me contó su historia con la religión, y cómo el haber ido a una escuela católica había resultado decisivo al momento de definirse como atea; la conversación culminó cuando ella me confesó que muchas veces había llorado desnuda frente al espejo. Tengo que admitir que, en condiciones normales, lo más probable habría sido que no me abra tanto ante una persona que acababa de conocer, pero lo cierto es que el alcohol había hecho efecto en ambos, y en ese momento sentí una empatía absoluta. No entendía por qué ella estaba tan disgustada con su físico, a mí me resultaba una mujer lo suficientemente atractiva como para que sus defectos no la opaquen, pero comprendía cómo se sentía. No es como si me hubiera pasado algo similar, nunca llegué a ese extremo; pero a decir verdad, no estaba nada conforme con mi apariencia.
Tras unos momentos, junté algo de coraje y le propuse ir a un lugar más tranquilo. Ella me miró con una sonrisa pícara, aunque su expresión cambio de repente. Permaneció pensativa un momento, hasta que habló.
-Mirá… Yo… Quiero ir, ¿sí? Pero me parece que hay algo que deberías saber antes. No te culpo si no querés que vaya después de esto.
-Está bien… Decime.
Entonces sentí un golpe, algo fino y duro acababa de pegarme en el tobillo. Ella me miraba fijo cuando lo sentí de nuevo. Miré hacia abajo y vi cómo su pantalón golpeaba al mío, y se hundía sobre sí mismo hasta reducirse a la mitad de su ancho; su zapatilla de lona no se movía de su lugar ni un centímetro, iba y venía con toda la pierna en cada pequeña patada. Me costó unos segundos procesarlo, y supongo que se me habrá notado en el rostro, porque ella me explicó con la voz algo apagada, muy distinta a como la había escuchado hasta entonces, que había perdido una pierna en un accidente a los doce años.
-Ya ves… No soy una mujer completa. Muchos se espantan cuando la tocan por accidente. Estoy acostumbrada… ¿Todavía querés que vaya?
-Claro. –le dije algo sorprendido, pero con una sonrisa.
Se puso de pie y noté por primera vez que su postura se veía algo afectada por la prótesis: flexionaba un poco la otra pierna al estar parada, y se inclinaba un poco más de lo común al caminar, dando pasos cortos. Me dijo que la espere mientras les avisaba a sus amigas que iba a irse, inventando un malestar para ahorrarse las explicaciones, y yo aproveché para decirles a mis amigos que tenía que retirarme. Ninguno de los dos se demoró, nuestros grupos originales estaban acostumbrados a que nos marchemos temprano. Subimos rápido a mi auto y encendí la calefacción. Ella se acomodó en el asiento del acompañante, y me preguntó hacia adónde nos dirigíamos.
-Yo vivo no muy lejos de acá, si te parece bien podemos ir a mi departamento…
-¡Ah, bueno! –exclamó, y la miré a los ojos- ¡Todavía no me diste ni un beso, pero ya me querés llevar a tu casa! No sé qué te creés que soy, ni quién te pensás que sos vos.
-Lo siento, fue lo primero que se me ocurrió; vamos para donde vos prefie… -y  antes de poder terminar la frase ella interrumpió con su risa.-
-Es sarcasmo, tonto, no puedo creer que me tomes en serio. Vamos a donde mejor te parezca. –besó mi rostro, y sus labios se sentían perfectamente cálidos y suaves; acto seguido me golpeó en la parte superior de la cabeza con el reverso de su mano, y me habló con una divertida sonrisa irónica- Bobo. Andá aprendiendo a seguirme los chistes, o vas a ser el blanco de todas mis bromas. Ahora, arrancá, dale; vamos a tu casa y que pase lo que tenga que pasar.
-Eso… Sobre eso quería hablarte. –no pude evitar bajar la vista a mi propio regazo, hundiendo el mentón en mi pecho- Vos me dijiste si estaba seguro de querer irme con vos por lo de tu pierna, y te dije que sí; pero ahora te pregunto yo… ¿Vos también estarías dispuesta a irte con un hombre que tampoco se considera “completo”?
-A ver, -dijo con un tono que rozaba lo desafiante- ¿qué te falta a vos?
-Yo… Bueno, me avergüenza mucho decirlo, ¿sabés? –comenté, sin levantar la cabeza, para hacer algo de tiempo mientras buscaba valor para admitir uno de mis mayores secretos- Yo soy impotente. No sé qué planes tendrías vos para nuestra noche, pero me parece justo que lo sepas de entrada…
Cualquier persona a la que le cuenten esta misma historia podría creer que esa fue una excusa que inventé para justificar el no querer hacer el amor con una mujer discapacitada, pero no es así. Era cierto. He recurrido a doctores, se me recetaron medicamentos y tratamientos, pero nada funcionó. Jamás en mi vida tuve una erección, y ya no me importa mucho. Con el tiempo lo acepté y me acostumbré; es difícil extrañar algo que nunca se tuvo. En mi vida, por mi timidez, contadas veces tuve oportunidades similares con otras chicas y creo que nunca ninguna me había resultado tan agradable como la que acababa de conocer esa noche. Claro que su minusvalía no me resultaba atractiva, pero no voy a mentirles: tampoco me producía rechazo. Si de mí hubiese dependido, lo habría hecho como si fuera lo más natural del mundo.
-Ya… No es nada. –me consoló a la vez que empujaba mi barbilla suavemente hacia arriba, y volvía a besar mi mejilla- Me habría gustado que pase algo así, es cierto, pero no me molesta que… Bueno, que no se pueda. Vamos igual, quiero estar con vos. Hay miles de otras formas de pasarla bien.
-Sí, ya sé, las conozco todas. –hice un pequeño esfuerzo y le sonreí; no podía creer lo bien que me habían hecho sentir sus palabras.
La besé largamente y sus manos acariciaron mi rostro. Le agradecí su sinceridad, y le pregunté si tenía ganas de ver una película mientras ponía el coche en marcha.
-Sí, alguna de dibujitos. –me contestó, y fue la frase más en seria que dijo en toda la noche; no había en ella el menor rastro de broma.
-No, prefiero las de animación.
-Las de dibujos son animadas, tarado.
-¡Bueno, sí, pero no es lo mismo! Vos me entendiste. Las de computadora.
-Sí, te entendí, pero vos no entendiste nada de la vida. ¿Cómo vas a preferir esas? –me dijo mientras reía con la vista perdida en la ventana, para luego retomar la conversación repentinamente- Disculpame que vuelva sobre el tema, pero entonces vos… Nunca… ¿No?
-¿Sexo? No, nunca, nada.
-Ah. ¿Sabés? Yo también soy virgen. No suelo conocer chicos con fetiches que involucren mujeres lisiadas. –borró con la mano el dibujo que estaba haciendo en el vidrio empañado- Tal vez muera sola.
-¡Ay, no digas eso! No sabés. Nunca sabés… Y lo del sexo, no debería preocuparte. Por lo menos vos no te vas a morir virgen. Ya va a haber algún chico…
-Sí, es cierto. Y capaz que para vos también.

Llegamos a mi departamento, comimos algo y vimos una comedia de la década de los ’70 en un canal retro de la televisión. Ella se sentó al borde de mi cama y me preguntó si podía ponerse cómoda; le contesté que sí mientras apagaba la luz. En la oscuridad, pude verla deshacerse hábilmente de su prótesis y luego desvestirse, e hice lo mismo. Me acerqué y me senté a su lado, acaricié su espalda y besé su cuello. Ella me devolvió el gesto, pero en el pecho, y antes de darme cuenta, me había empujado para que me acueste. Se echó a mi lado, me abrazó, y rozó mis labios con lo suyos. La noche se nos pasó entre caricias y charlas de la más diversa índole; aún no sé cuándo nos quedamos dormidos. Al despertar, ahí estaba ella, desnuda de pie frente al espejo. La luz entraba tenue entre las cortinas cerradas, y la observé por un momento. Simplemente estaba parada ahí, acariciándose como yo lo hiciera la noche anterior.
-¿Estás bien? –le pregunté mientras me incorporaba.
-Ah, no vi que te despertaste. Sí… Estoy muy bien, –hizo un silencio y luego agregó, cuando me acerqué a abrazarla por la espalda- me siento completa.