martes, 9 de abril de 2013

A Quien vos Quieras


A Quien vos Quieras

            El niño viajaba solo. No porque nadie lo acompañara, no porque desconocía a cada persona en ese autobús, no porque esta vez no se encontrara a ningún compañero abordo; viajaba solo porque se sentía solo.
            Sus padres acababan de separarse, y él no había tenido suficientes luces como para notarlo antes de que ocurriese. Sus amigos compartían cada vez menos cosas con él, tal vez debido a sus atípicos gustos. Prefería la luz de un monitor a la que inundaba el club barrial; prefería oír extrañas canciones en idiomas que no comprendía a las melosas canciones de amor que podía escuchar por la radio; prefería la ficción a la realidad.
            Sus padres acababan de separarse, y no era un dato menor. ¿Por qué lo hicieron? Para no pelear ante él y su hermana. ¿Y por qué peleaban? Él no lo sabía, sólo los escuchaba. Cada noche, antes de quedarse dormido, podía oírlos discutir en la habitación contigua. Aunque escuchaba cada palabra, no entendía -o, tal vez, no quería entender- el motivo de dichas discusiones. “Cosas de grandes” le contestaban cada vez que preguntaba, las cuales eran más bien pocas; el miedo que le provocaba la naturaleza de la respuesta era mayor que su intriga por la causa de las broncas. Papá se había alquilado un departamento, y lo usaba de oficina por el día y de casa por la noche. Mamá se quedó con la casa y los chicos, pero con quién más tiempo pasaba era con su negocio; el trabajo consumía enormes porciones de su tiempo, y, durante el restante, se la notaba cansada. Papá empezó a ir a la Iglesia. Mamá, a fumar. Los dos salían muy cada tanto, y cada uno con sus amigos. Papá seguía amando a Mamá, pero Mamá estaba muy enojada con -o, quizás, herida por- Papá. Y el muchacho no entendía nada de lo que sucedía.
            Era viernes y el niño viajaba solo. Un vendedor ambulante subió a su colectivo. Después de su discurso, recitado tan de memoria como el pequeño recitaba las capitales de las provincias, el busca-vidas pasó a ofrecer sus postales con amorosas frases prefabricadas. El chico rebuscó monedas en su bolsillo, y le dio al otro unas pocas. Guardó la tarjeta en su mochila; sabía exactamente qué hacer con ella.
            Era viernes y, como ya había hecho los pocos viernes que habían transcurrido desde que sus padres se divorciaran, el niño fue a comer con su padre, sólo ellos dos. Después de que le dejaran ganar un partido de pool –de ese modo que nada más un padre sabe dejar ganar a su hijo sin que éste lo note-, el pequeño extrajo de su bolso un rectángulo de cartón impreso. Colocándolo boca abajo sobre la mesa, le dijo a su padre que era algo que había comprado para que él le diera “a quien vos quieras”, y extendiendo el brazo se lo entregó. El padre lo leyó con intriga, y segundos más tarde hundió el rostro entre sus manazas. Lloró largamente, era la primera vez que su hijo lo veía hacerlo. Luego, con un gesto, indicó al pequeño que se levante, y lo abrazó por una eternidad. Cuando pudo recuperar el aliento, sólo dijo que “vos sabés mejor que nadie a quién se lo voy a dar”; sonrió, aún entre lágrimas, y se sentaron a comer. Por más de una hora, la cartulina quedó allí, mojada por la primera lágrima que Papá derramó, exhibiendo a todos su frase:
TE QUIERO SÓLO A VOS

-hola, tengo internet; no decreto mi regreso porque soy un colgado, pero intentaré-