jueves, 5 de diciembre de 2013

Llorando Inseguridades

Llorando Inseguridades

-Más. -chilló en el primer instante de silencio.
-Mi amor… Lo siento, pero bien sabés que no puedo. -contestó él, aún agitado, y con una enorme vergüenza.
-Claro que no. Nunca pudiste, y no creo que nunca puedas. Pero quiero más, y está en mi naturaleza exigirlo.

            Los cuerpos de ambos seguían entrelazados bajo las sábanas, aunque comenzaban a separarse lentamente, como si los dos intentaran que el otro no lo note. La habitación estaba casi sumida en la oscuridad, solamente brillaba la temblorosa luz de una vela que él había encendido sólo porque sabía que ella así lo prefería, y sus ropas estaban cuidadosamente desparramadas por el piso y algunos muebles. Donde minutos antes había reinado la pasión y el desenfreno, ahora tomaba peso la tensión.

-Entonces, ¿no vas a hacer nada al respecto? -continuó la arpía, y sus palabras parecían ocupar todo el espacio disponible en la pieza, empujándose entre sí y haciendo presión, todas a la vez, sobre él.
-Basta. En serio. Por favor… -lo que comenzó siendo una voz decidida, terminó deviniendo en un lastimoso gemido.- Tenés presente cuánto me afecta, ¿por qué insistís así?
-¿Por qué no? Estoy insatisfecha, ¿tan mal está buscar mi propio goce?
-No, hermosa, -comenzó a intentar calmarla antes de que se pusiera a la defensiva- el problema no está en lo que buscás, sino en cómo lo buscás.
-¿En cómo lo busco? Oh, no, no, no. Vos deberías agradecerme cómo lo busco, pidiéndotelo a vos; otras no te dirían nada, simplemente se buscarían quien las… trate mejor. Y más. Y por más tiempo, y más seguido. ¿Preferirías que te engañe? -y sin dar tiempo a responder, terminó de llenar el éter con sus palabras- ¿No? Lo supuse. Entonces, no te quejes. Buenas noches.

            Él levantó su espalda de la cama, y sopló a la llama moribunda. Al aire se le dificultó pasar por el nudo de su garganta, pero fue suficiente como para extinguirla. Dejando de lado cualquier bronca, se acercó a ella y la tomó entre sus brazos, besó sus cabellos y comprobó que empezaba a quedarse dormida. Una vez que lo estuvo, se permitió llorar silenciosamente todas sus inseguridades. Claro que la discusión nunca existió, y no fue más que otra de las conversaciones que él solía imaginar; conversaciones en las que ella siempre lo atacaba, hundiendo sus garras en sus complejos y destrozando cualquier fibra de autoestima que pudiera existir, y que no servían más que para angustiarlo. Pero no podía evitar pensar que ella se sentía de ese modo, así como tampoco podía evitar el querer llorar cada vez que terminaban de hacer el amor.

domingo, 11 de agosto de 2013

Amor Flagelo

Tus manos en mi piel
se sienten tan bien
que las amaría
aunque todo el tacto que me den
sean fríos golpes.

Tus ojos son tan lindos
que soportaría
todas tus miradas reprobatorias.

Me gusta tanto tu voz
que no me molestaría escucharla
aún si sólo me gritaras.

Y si mis ojos sólo sirven
para que los hagas llorar,
déjalos que te vean
de cuando en cuando.

Y si mi espalda sólo sirve
para recibir tus golpes,
déjame al menos llevar
con orgullo tus marcas.

-les recuerdo que no me gusta la poesía rimada y no soy amigo de la métrica-

lunes, 13 de mayo de 2013

El Dibujo de mi Abuela.

Este dibujo lo encontré en el comedor de la casa de mi abuela, hará una semana.

Cuando lo vi, supuse que era de mi hermanita y no le di bola. Al rato, mi abuela me contó que se había comprado unos lápices de colores, y que iba a empezar a dibujar para no estar tanto "dale y dale con el televisor". Con vergüenza y risas me mostró ese mismo dibujo que ya había atribuido a mi hermana momentos atrás. Le di un abrazo, un beso en la frente, y le pedí que me deje tomarle una foto. Al principio no quería, me dijo que había querido copiar una muñeca que había visto en una revista y que no le salió, pero finalmente cedió.

Y acá está la foto. Todavía me emociono cuando pienso en ese hecho tan simple.


martes, 9 de abril de 2013

A Quien vos Quieras


A Quien vos Quieras

            El niño viajaba solo. No porque nadie lo acompañara, no porque desconocía a cada persona en ese autobús, no porque esta vez no se encontrara a ningún compañero abordo; viajaba solo porque se sentía solo.
            Sus padres acababan de separarse, y él no había tenido suficientes luces como para notarlo antes de que ocurriese. Sus amigos compartían cada vez menos cosas con él, tal vez debido a sus atípicos gustos. Prefería la luz de un monitor a la que inundaba el club barrial; prefería oír extrañas canciones en idiomas que no comprendía a las melosas canciones de amor que podía escuchar por la radio; prefería la ficción a la realidad.
            Sus padres acababan de separarse, y no era un dato menor. ¿Por qué lo hicieron? Para no pelear ante él y su hermana. ¿Y por qué peleaban? Él no lo sabía, sólo los escuchaba. Cada noche, antes de quedarse dormido, podía oírlos discutir en la habitación contigua. Aunque escuchaba cada palabra, no entendía -o, tal vez, no quería entender- el motivo de dichas discusiones. “Cosas de grandes” le contestaban cada vez que preguntaba, las cuales eran más bien pocas; el miedo que le provocaba la naturaleza de la respuesta era mayor que su intriga por la causa de las broncas. Papá se había alquilado un departamento, y lo usaba de oficina por el día y de casa por la noche. Mamá se quedó con la casa y los chicos, pero con quién más tiempo pasaba era con su negocio; el trabajo consumía enormes porciones de su tiempo, y, durante el restante, se la notaba cansada. Papá empezó a ir a la Iglesia. Mamá, a fumar. Los dos salían muy cada tanto, y cada uno con sus amigos. Papá seguía amando a Mamá, pero Mamá estaba muy enojada con -o, quizás, herida por- Papá. Y el muchacho no entendía nada de lo que sucedía.
            Era viernes y el niño viajaba solo. Un vendedor ambulante subió a su colectivo. Después de su discurso, recitado tan de memoria como el pequeño recitaba las capitales de las provincias, el busca-vidas pasó a ofrecer sus postales con amorosas frases prefabricadas. El chico rebuscó monedas en su bolsillo, y le dio al otro unas pocas. Guardó la tarjeta en su mochila; sabía exactamente qué hacer con ella.
            Era viernes y, como ya había hecho los pocos viernes que habían transcurrido desde que sus padres se divorciaran, el niño fue a comer con su padre, sólo ellos dos. Después de que le dejaran ganar un partido de pool –de ese modo que nada más un padre sabe dejar ganar a su hijo sin que éste lo note-, el pequeño extrajo de su bolso un rectángulo de cartón impreso. Colocándolo boca abajo sobre la mesa, le dijo a su padre que era algo que había comprado para que él le diera “a quien vos quieras”, y extendiendo el brazo se lo entregó. El padre lo leyó con intriga, y segundos más tarde hundió el rostro entre sus manazas. Lloró largamente, era la primera vez que su hijo lo veía hacerlo. Luego, con un gesto, indicó al pequeño que se levante, y lo abrazó por una eternidad. Cuando pudo recuperar el aliento, sólo dijo que “vos sabés mejor que nadie a quién se lo voy a dar”; sonrió, aún entre lágrimas, y se sentaron a comer. Por más de una hora, la cartulina quedó allí, mojada por la primera lágrima que Papá derramó, exhibiendo a todos su frase:
TE QUIERO SÓLO A VOS

-hola, tengo internet; no decreto mi regreso porque soy un colgado, pero intentaré-

miércoles, 13 de marzo de 2013

Kafka

-lo siento, perdí por cansancio; acá les entrego Kafka completo porque, sinceramente, no sé cuándo pueda volver a subir algo... yo quise seguir, señores, y que conste en todos lados, pero la circunstancia me supera, mi falta de internet es incompatible con el blog; de todos modos no tomen esto como un adiós, aún tengo material para colgar, lo que falta es tiempo...-


Kafka
Parte I
El aire pesado arruinaba el peinado de Muriel mientras ella caminaba presurosa hacia su trabajo. El sonido de sus tacones resonaba en su cabeza, pero no llegaba a escucharse más allá; el ruido de la calle era demasiado. Sus cuarenta y siete años le pesaban en todo el cuerpo, ya no era tan rápida y ágil como antes, cuando podía escurrirse perfectamente entre las multitudes que, como ella, iban y venían sin cesar. Todo esto era natural en una calle tan transitada, el ruido de los autos que pasaban, de los que frenaban, el de los pasos ajenos, de los retazos de conversaciones que se podían escuchar perfectamente todo el tiempo sin que nadie las oyera, el sonido de miles de corazones latiendo juntos hacia distintos destinos, sin prestar siquiera atención a que no eran los únicos transeúntes.
De entre todas las voces que podía escuchar, Muriel se descubrió oyendo un pedido de ayuda. Se detuvo en seco, no sin recibir mucho más de un empujón, e intentó prestar más atención, localizar la fuente del sonido. Hacia los lados sólo veía pasar hombros, rostros y cabellos, por lo que alzó la vista hacia las innumerables ventanas de los enormes edificios que empalizaban la calle. De una, casi sobre su cabeza, se asomaban los delgados brazos de una anciana, se sacudían buscando captar la atención de algún peatón. Muriel intentó hablar con la señora, pero ella parecía no oírla. Sólo podía escuchar un interminable grito de “¡Ayuda, ayuda por favor, no encuentro a la mujer!”.
Parte II
Contra toda predicción, en lugar de seguir caminando hacia su lugar de trabajo, Muriel buscó la puerta del edificio, y entró. La puerta, que aparentaba ser de bronce pero era mucho más liviana, se cerró detrás de ella sin hacer ruido. En contraste con el ruido de la calle, dentro del edificio reinaba un silencio casi absoluto; lo único que se escuchaba era el zumbido del ascensor, y el sonido de los tacos contra el piso. Mientras caminaba, Muriel acomodaba su mullido pelo, y al hallarse frente a la recepción preguntó:
-¿Sabe usted que hay una mujer asomada por su ventana, pidiendo ayuda a gritos?
El joven que allí trabajaba le contestó sin apartar la mirada de la revista que estaba leyendo.
-No, señora, desde aquí no podría oírla. ¿En qué habitación se encuentra?
-No lo sé, yo solamente la vi desde la calle.
-¿Desde la calle? Entonces debe ser de la 401.
-¿Cómo sabe? Hay cientos de departamentos con ventanas que dan a la calle.
-Si, pero todos los que tienen esa vista, poseen su número terminado en uno.
-Le repito mi pregunta, ¿cómo sabe que es la 401? ¿Cuántos números conoce usted que terminan en uno?
-Muchos, señora.
Parte III
El muchacho demoraba mucho en contestar, parecía que esperaba a terminar de leer cada página antes de empezar a hablar.
-¿Es esto una broma?- preguntó Muriel con indignación.
-No, señora, si fuera una broma, debería estar divirtiéndome, y no lo estoy.
-¡No me interesa! ¡Por favor, ayude a la pobre mujer que me pidió ayuda a gritos!
-Le pidió ayuda a usted, no a mí.
-¡Bien! La ayudaré yo, en ese entonces; ¡sólo dígame cómo encontrarla, joven!
-Señora, una vez más, fue usted quien la vio, no yo. No tengo forma de ayudarla.

Luego de pensar un momento (y de tragarse su furia e indignación), Muriel preguntó con voz pacífica:
-La mujer que vi estaba a unos treinta, tal vez cuarenta metros de altura. ¿Podría indicarme, por favor, qué pisos podrían ser esos?
-Deben ser entre el piso 65 y 73.
-¡Imposible! Si aquí estamos al nivel de la calle, ¿cómo sería posible que haya sesenta pisos desde aquí hasta cuarenta metros más arriba? ¿Mide un metro y medio cada piso?
-No, tiene razón, ha de haber sido en el piso 3.
-¡Joven! No me tome el pelo, por favor… ¿Cómo van a haber sólo tres pisos desde aquí hasta treinta metros más arriba?
Esta vez, el empleado tardó más que nunca, tal vez más que todas las otras veces juntas, pero finalmente contesto:
-Sinceramente, no lo sé, a mí nunca me preguntan nada.
Parte IV
Sin decir palabra, Muriel se dirigió hacia los ascensores. Llamó a uno y lo esperó. Veía las luces encenderse y apagarse, indicando el paso del elevador. En principio descendió hasta la mitad del camino, pero luego comenzó a subir de nuevo. Muriel supuso que el botón no habría funcionado correctamente, por lo que lo presionó nuevamente. Esta vez el ascensor bajó hasta el piso inmediato superior al que ella se encontraba, y empezó a subir otra vez. Bajó y subió incontables veces mientras ella insistía llamarlo. Llegó al piso 76 cuando decidió probar suerte con las escaleras.
 Habiendo calculado algo más de dos metros desde el piso hasta el techo, la anciana debía estar entre los pisos 12 y 20. Muriel comenzó a subir las escaleras de mármol, mientras se admiraba con su forma. Los escalones describían una amplia letra U que conectaba cada piso con los siguientes. La luz era poca, por lo que el ascenso era algo dificultoso; pero al cabo de poco tiempo, los ojos de la mujer pudieron acostumbrarse a la poca luminosidad. Lo que suponía que haría de la subida algo más rápido, realmente no cambiaba nada: cada escalera parecía más y más larga que la anterior; los escalones, más separados; la oscuridad, mayor. Llegar al piso 11 supuso toda una odisea, y ya que no tenía ningún reloj a mano, no existía forma para Muriel de saber hacía cuanto tiempo que estaba subiendo, pero sentía como si la vida se le fuera en ello.
Parte V
En un tramo de la escalada se había puesto a pensar si realmente valía la pena esforzarse tanto por una anciana desconocida; también pensaba que tal vez la dama ya había hallado a la misteriosa mujer que gritaba no encontrar, o que tal vez ya había sido asistida por alguien más. Si, seguramente eso habría pasado, alguien más ya la habría ayudado. Pero, al darse vuelta para regresar, reflexionó un instante más, y concluyó en que echarse atrás en ese punto sería desperdiciar todo el tiempo invertido.
Cuando alcanzó el piso deseado, se dispuso a buscar el departamento. El primer número que vio fue el 12001. Por su experiencia en viajes y alojamiento, recordó (o más bien, intentó auto-convencerse) que la numeración hotelera no era, necesariamente, correlativa; era imposible que, en los pisos recorridos, haya habido doce mil puertas. Sin embargo, la vista se le perdía en la lejana oscuridad antes de ver el final del pasillo. Decidida a encontrar la habitación, comenzó a recorrerlo manteniendo una simple premisa: no perder de vista la escalera. Caminó y caminó por minutos, que bien podrían haberse transformado en horas, pero que se sintieron como semanas, buscando escuchar los gritos de la anciana, una puerta llamativa, o alguien a quién pedir una indicación. Ninguna de las tres cosas encontró, y decidió revisar el siguiente piso.
Parte VI
Desandar sus pasos también le tomó un buen tiempo, tiempo que no había calculado tardar. Muriel se preguntaba si afuera sería aún de día, o si habría empezado a llover. Subir le costaba ahora más que nunca. Sentía el cuerpo débil, las articulaciones trabadas y los ojos pesados. Sólo la curiosidad la movía.
“Espero que no haya sido una broma. No, no puede ser. ¿Quién haría una broma de tan mal gusto? ¿Y por qué me la habrían hecho a mí? O tal vez no era para mí, y caí en la broma de alguien más… De todos modos, este edificio no parecía tan grande visto desde afuera. ¿Y qué asunto hay con la gente que aquí vive? ¿Qué sucede que hay tanto silencio? Es horario laboral, eso ha de ser. Seguro, si. No están, no hay nadie.” Y Muriel prefirió dejar de pensar en ese instante. Nunca se había sentido segura estando sola, y la idea de ser la única persona en esa inmensa residencia comenzaba a aterrarla. Estaba en el piso 18 cuando sintió que no podía seguir subiendo.
“Revisaré este último piso, pero no me detendré hasta encontrar quien me ayude. No importa la escalera, de seguro alguien me podrá llamar el ascensor. Tal vez alguien me invite a comer, ¿quién sabe? En una construcción tan grande siempre hay sitio para alguien tomando un tentempié.”
Parte VII
Arrastrando los pies al caminar, mirando siempre en una misma dirección, sin detenerse ni voltearse, Muriel llegó a lo que creyó que era el final del pasillo, sólo para descubrir que se curvaba en vez de terminar.
“No recuerdo haber notado esto desde la calle…” Pensó, antes de que su reflexión se viera abruptamente interrumpida por un ruido.
“¿Qué fue ese ruido? Ese… ¡Ruido! ¡Un portazo! Hay alguien cerca.” Y sin saber de dónde sacó las fuerzas, emprendió una suerte de trote. Sus piernas, que supieron ser fuertes y ágiles (tanto como para escurrirse perfectamente entre las multitudes que, como ella, iban y venían sin cesar), ahora avanzaban casi lastimosamente. Si se hubiera visto, de seguro habría sentido pena por sí misma: ¿cómo una mujer vigorosa como ella no podía simplemente correr hasta la puerta que acababa de abrirse con un estruendo? Esa puerta que ahora alcanzaba a ver. Tan cerca estaba que hasta pudo leer el número.
“18611, era la 18611; ¡y el conserje me dijo que de seguro sería la 401! Pobre ingenuo… Pobre muchacho, se lo veía tan aburrido.” Sus pensamientos discurrieron en torno al joven que la había recibido (bastante mal, por cierto) en su llegada al edificio, hasta que llegó a la puerta. Muriel tomó el picaporte, sólo para asegurarse de que no pudiera cerrarse frente a ella, y entró. Llamó a viva voz, pero nadie respondió, por lo que se adentró aún más. Estaba revisando una habitación cuando una ráfaga de viento cerró la puerta que daba al pasillo. El picaporte cayó al piso debido a la fuerza del golpe, y la puerta no cedía a los empujones que Muriel le daba. Habiendo revisado el departamento, no encontró más que numerosas cartas sin abrir, dirigidas a una tal “Sra. M. Kafka”, quien por algún motivo le resultaba familiar. No había ninguna persona, ni siquiera alguna foto como para saber si quien vivía en ese lugar era la anciana que tanto había buscado. Sintiéndose frustrada, acercó una silla a la ventana, y se dispuso a mirar desde allí. No veía más que una gris nube de personas impersonales bajo una gris nube de tormenta; pero de entre ellas, una mujer captó su atención. Llevaba el paso decidido, el cabello abultado, y una actitud altanera al caminar. Sin duda el tipo de persona que iría más allá de esa masa de individuos para ayudarla.
“¡Ayuda!” Gritó Muriel, asomando medio cuerpo a través de la ventana. Sus delgados brazos intentaban captar la atención de la mujer. Ella le devolvió la mirada, y se detuvo donde estaba. Muriel le gritó una vez más:
“¡Ayuda, ayuda por favor, no encuentro a la mujer!”.
Y se dedicó a esperarla.

-gracias por leer, che, me encantaría comenten qué les pareció, y cualquier crítica que tengan, adelante, las recibo a todas...-

lunes, 4 de febrero de 2013

Andar en Moto con los Ojos Cerrados

Antes de contarles cualquier historia, voy a avisarles algo: En la próxima subida comienzo con mi primer historia... serializada, por así llamarles. He preparado un texto que me gustó mucho, y lo he divido en pequeños capítulos (subirlo todo junto también sería posible, pero lo prefiero de este modo). Pienso subir uno o dos por semana, no más, e irlos intercalando con otros cuentos algo más viejos, para generar algo de hype. -oh, si, ego, ¡eso es!; piensa que a alguien realmente le importa- Siendo sinceros, lo veo como si fuera un borrador de una historia mejor. Cada capítulo podría expanderse algo más, y en ese caso podría hasta ocupar su lugarcito en un pequeño libro que compilara historias; pero tengo que dejar de soñar un poco, y escribir más. En todo caso, ustedes verán el diamante en bruto (?), y si llegara a volver a trabajarlo, se los ofreceré de nuevo.
Ahora, después de ese alarde de egocentrismo y fantasías (y tras la pequeña noticia), los dejo con...
Andar en Moto con los Ojos Cerrados

Salgo del trabajo, y allí estás vos. Tan alto como siempre, y tus largos cabellos oscuros ondulándose con el viento.  No es la primera vez que me pasas a buscar, y sabés lo mucho que me gusta andar en moto. La tarde recién empieza a caer, todo tiene tintes color amarillo y naranja. Me alcanzás el casco, siempre diciendo tu “El casco es para quien vaya atrás”, y yo como siempre te contesto “El día que te pongas un palo, y solo yo me salve, te vas a querer matar”, haciendo un gesto con la lengua. Somos una linda pareja.
            Subís a tu moto, una Honda Tornado 250cc, tan negra como tu campera de “símil-cuero”. Movés rápido la cabeza hacia un lado, indicandomé que ya puedo subir, y lo hago. Piso los pedalines, me acomodo, y me agarro de vos. No sé si es que te gusta sentirme contra tu cuerpo, o si es verdad eso de que te desbalanceo la moto si no lo hago, pero me encanta sentir tu espalda, darme cuenta de cuando inhalas y cuando exhalas, y hasta llegar a oír tu corazón si no hay mucho ruido.
            La ponés en marcha, y arrancamos. Sé perfectamente a donde vamos, y confío en vos, por lo que cierro mis ojos y me relajo. Tu cuerpo me da sustento, y está en mi naturaleza mantener el equilibrio. El viento avanza contrario a nuestra marcha, tu pelo acaricia mi rostro, lo que es llamativo; si fuera cualquier otra persona, eso sería molesto, pero sos vos, te amo, y amo que suceda eso. El sol me da directo en los párpados, que sin esfuerzo me mantienen ciega al exterior, pero abierta a un mundo de sensaciones que, al parecer, solo yo conozco. Los sonidos son distintos, más claros. Debemos estar cerca de la escuela, porque oigo grititos alegres de los niños que están saliendo. Mientras ese sonido decrece, me doy cuenta por el aroma a comida casera de que estamos pasando frente a ese restaurant que aman mis padres. Pienso un instante en ellos, pero tu respiración me arranca de cualquier pensamiento. Una vaga preocupación por mis padres se transforma en un instante en un sentimiento cursi hacia vos. Pero estoy bien, me gusta ser así de vez en cuando.
Mientras avanzamos, descubro que hay quietud. Mucha quietud. No oigo nada. Creo que deberíamos haber doblado hace un rato, pero seguimos por el camino que sale de la ciudad. “Amor, creo que te pasaste”, le digo a él, y me contesta con un “¿Qué?” como si se hubiera desorientado. Abro los ojos, y noto que jamás nos movimos. No habían pasado 2 segundos desde que subí, pero una ráfaga de recuerdos aleatorios conectados me ayudó a crear una nueva situación. Te sonrío, te digo que yo no dije nada. Esta vez si empezamos a movernos cuando mis párpados se cierran una vez más para disfrutar un poco más el trayecto. No creo que jamás nadie entienda cómo se siente andar en moto con los ojos cerrados, pero no pretendo tampoco ser entendida. Quizás sea porque me hace sentir especial el creer que hay un mundo de sentidos diferentes que solo yo conozco…

-este fue el primero de mis (muy pocos) intentos de escribir desde la perspectiva de una mujer; no es que piense que sea demasiado distinta de la que pueda tener un hombre, pero es verdad que uno le agarra mucho la costumbre...-

viernes, 1 de febrero de 2013

Unkillable Monster



            -¿Cómo carajo se supone que iba a saberlo?- gritó el científico frente al cadáver desgarrado de su colega. No se lamentaba su pérdida, lamentaba el escape de aquello en lo que habían estado trabajando tan arduamente.
-¿Cómo iba a saber que había despertado de su estado criogénico? Por suerte tú estuviste aquí cuando reunió suficientes fuerzas como para escapar, y no yo…- concluyó.
            Dio media vuelta, sólo para encontrárselo. Enorme. La piel era negra, brillante y dura, pero se movía con toda flexibilidad. El hocico, húmedo, exhalaba un hediondo aire caliente. Alzado sobre sus patas traseras, dejaba al descubierto su pecho plateado, mientras daba un zarpazo con su garra izquierda. La uña, gris y dura, golpeó al científico en el rostro y el pecho, arrojándolo con fuerza al blanco piso del laboratorio. Notó los cortes en su cara, pero no determinó si era por haber caído sobre los vidrios de los ya destrozados instrumentos con los cuales investigaban, o por el golpe de la bestia que él mismo había creado.
Alzó la vista sólo para ver caer a la pesada criatura con sus dos patas delanteras sobre él. Y luego ya no vio jamás.



-escrito viejo que alguna vez me inspiró dicha canción; sé que no es gran cosa, pero no quiero tirar el plato principal en la entrada...
"¿OH, JULI, HAS VUELTO?" Ni idea, che, voy a intentar que si. La verdad es que no estuve escribiendo mucho, pero tengo todavía algunas cositas sin publicar; vamos a ver de meter un poco de actividad, lo lea quien lo lea (HOLA, CAMI :B)...-