martes, 17 de julio de 2012

Amor de Parques


Amor de Parques
“Noche de parque… ¿Por  favor?”
Ese era todo el mensaje de texto que ella enviaba a él. Su respuesta no se hizo esperar:
“Noche de parque.”


Las palabras no debían sobrar, ni había explicaciones que dar. Sabían que si el otro no respondía inmediatamente, el encuentro se postergaría, y no se le daría más vueltas al tema, lo mismo si se negaba a asistir; mas si respondía afirmativamente, entenderían que los dos estaban dispuestos a dejarlo todo por verse esa noche.


Sus encuentros tenían una serie de reglas que nadie había expresado jamás. La primera de ellas, la ausencia de teléfonos. Los dos debían ser imposibles de ubicar, para no ser interrumpidos, y no querían que nada les recuerde que las horas pasaban mientras charlaban; lo que derivaba en la siguiente regla. No debían llevar ningún tipo de pertenencias, especialmente relojes. Esto era para no sentirse atados a nada, ni para permitir que algo les traiga recuerdos indeseados; esas noches el mundo se apagaba, y sólo existían ellos dos. Así, sin objetos, también les daba una sensación de seguridad el no tener nada que alguien pueda querer quitarles. Todo lo que podían llevar era dinero, para comprar lo que consumirían esa noche, y las llaves de sus casas. La regla final era no comentar nada de lo sucedido esa noche, como si se tratase del acto más incorrecto alguna vez pensado.
“Noche de parque” era como le decían. En una ciudad tan inmensa, existe la posibilidad de ir a cientos de parques y plazas distintos; pero solo uno era EL parque para ellos. Y no sólo la ciudad era grande, el predio ocupaba el espacio de unas cinco manzanas, pero el punto de encuentro que nunca habían fijado les resultaba obvio. ¿Y la hora? Las noches duraban mucho como para saber en qué momento debían reunirse, mas nunca lo pactaban; los dos reconocían fácilmente cuándo debían ir para que esté lo suficientemente oscuro, pero que a la vez les dé el tiempo necesario para tratar cualquier tema con la delicadeza precisada.


Cada uno con dos bolsas a los costados del cuerpo, se saludaron en silencio, y al mismo tiempo que se sentaban, desperdigaban sus adquisiciones: él traía seis latas de cerveza, varios paquetes de papas fritas, y dos tiras de chicles de frutilla, los favoritos de la chica; ella dejó caer con cuidado dos botellas de vidrio, cada una con medio litro de vodka dentro, además de un paquete de las galletas que él amaba y tres cajas pequeñas de cigarrillos. Provisiones para una noche tranquila, en comparación a anteriores compras.


El aire era frío y húmedo, y las nubes no dejaban ver la Luna; las luces lejanas de la calle eran la única iluminación que tenían, y aún así las detestaban. No es que fuera de su preferencia no ser vistos, sino que coincidían en que la vida era más hermosa sin luces artificiales. Sentados en un pasto verde y suave, comenzaron a beber. La improvisada rutina siempre se repetía, con la exactitud digna de los mejores coreógrafos: a lo largo de la noche se recostaban, hablaban sin verse, buscaban apoyo en la espalda del otro, reflexionaban a ojos cerrados, se tiraban uno encima del otro, no se quitaban la mirada de encima, y, finalmente, morían abrazados para resucitar con una ligera resaca ante los primeros rayos de Sol. Tras un abrazo de despedida, cada uno desaparecería de la vida de su compañero hasta la siguiente noche de encuentro pactado.


Ella tenía novio,  y su familia era complicada. Él era un muchacho solitario rodeado de gente. De qué se conocían, ya no lo recordaban, ni les interesaba. Sentían que habían estado juntos desde siempre, se preocupaban en silencio por el bien del otro, y sabían que podían contar entre ellos para cualquier cosa. Al juntarse todo lo que hacían era conversar, beber y fumar; comían al despertar, embriagados por la noche olvidaban la necesidad de ingerir alimentos. Buscaban en el otro un refugio, un abrigo que les brinde calor humano; figuras paternas y maternas en alguien que oficiaba de consejero. A veces conseguían irse reconfortados, en otras ocasiones terminaban con más interrogantes que al principio; pero algo era innegable: ante la menor acumulación de problemas, aparecía en ambos la idea de convocar a una noche de parque. El orgullo obligaba al tiempo a estirarse un poco más, creando lapsos que creían razonables entre reunión y reunión. No querían admitirlo, pero se necesitaban; y peor la pasaban si intentaban no verse.


Santos amantes, se juntaban cada vez que no soportaban la situación, cada vez que necesitaban alguien que los escuche al hablar, siempre que querían sentir que a alguien más le importaban. Ella nunca probó el sexo con él, y él en su vida la besó. Mucho más que amigos, el suyo fue un tipo único de amor. Sin deseo, sin egoísmo, un amor de risas y consejos. Ellos lo llamaban amor de parque.